El último, el más escandaloso ejemplo de arquitectura hostil en que se han fijado los medios de comunicación españoles es el jardín de pedruscos de la Plaza del Pueblo de Orcasur, en el distrito madrileño de Usera. Hartos, según contaron a la prensa hace apenas unas semanas, de que consumidores de drogas, juerguistas eventuales y personas sin hogar les envenenasen las plantas o utilizasen las puertas de sus viviendas como porterías de fútbol, los miembros de una cooperativa de vecinos decidieron retirar los bancos, podar los árboles y arrancar el césped de esta zona ajardinada de apenas 20 metros cuadrados y convertirla en una plaza dura con parterres de arena sembrados de guijarros puntiagudos. Un espacio hostil, en definitiva.
También una abominación estética que ha servido para neutralizar una parcela que, si bien antes era utilizada de manera inapropiada y molesta para los residentes, hoy ya no tiene ninguna utilidad. “Si no lo disfrutamos nosotros, que no lo disfrute nadie”, declaraba una vecina, en un intento de justificar este extraño acto de regresión urbanística en un barrio en el que no abundan las zonas verdes ni los espacios de uso público.
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