EL ARQUITECTO ASCETA – PETER ZUMTHOR
“LA ARQUITECTURA ACTUAL TIENE DEMASIADA TEORÍA Y DEMASIADO ESPECTÁCULO.”
En la edición del diario el país, en su pagina digital EL PAIS.COM, publicaron una interesante entrevista que Anatxu Zabalbeascoa realizó a Peter Zumthor el día 03.05.09.
Con ella os dejamos hasta mañana domingo que comenzaremos la sección de arqui-lectura.
EL ARQUITECTO ASCETA
Reside en un pueblo suizo. Viendo las montañas y oyendo los cencerros de las vacas. Fuera de modas y espectáculos. Peter Zumthor vive como trabaja. Ha logrado el Pritzker 2009.
El último premio Pritzker vive en un pueblo de 900 habitantes, cerca de la frontera suiza con Italia. En la web del Ayuntamiento de Haldenstein, Peter Zumthor (1943) figura como el arquitecto del pueblo. Hijo de un ebanista de Basilea, nacido y criado en esa ciudad, y formado en Nueva York, explica que decidió vivir mirando las montañas y escuchando los cencerros de las vacas cuando conoció a su mujer, Annalisa. «Ella es de aquí. Pensé que esto podía ser una buena vida», dice. Debe de serlo. Han pasado 40 años. Hace 30 que, tras trabajar en la comisión de rehabilitación del patrimonio de su cantón, levantó el estudio donde todavía trabaja, un edificio tosco de madera que parece una de las viejas construcciones del pueblo, sin edad y sin que el tiempo parezca ya afectarlas. «Fueron pasando los años y un día me di cuenta de que mis tres hijos hablaban el dialecto de la zona», dice. «Debemos de ser de aquí, pensé. Y aquí nos quedamos, sin más. Lo mejor que me ha pasado en la vida nunca ha sido planificado».
“Desde luego, Diseñar un concesionario de coches no es el sueño de mi vida”
“Creo en mantener la mirada capaz de ver y el espíritu capaz de cambiar”
“Metiendo tantas cosas perdemos la belleza de la arquitectura”
¿Cree en un destino?
Creo en mantener la mirada capaz de ver y el espíritu capaz de cambiar.
Pero usted cambia poco. Es difícil ponerle fecha a sus edificios… Bueno… Tengo muy claro lo que no me gusta. Lo que me gusta es otra historia.
¿Qué le gusta?
Todo. Eso es lo que dicen mis hijos, que me gusta todo: leer, pasear, estar con amigos, jugar con mis nietos, caminar por el campo, fumar cigarros, ver películas, escuchar música. Me gusta todo excepto hacer algo que no quiero hacer.
Por ejemplo, diseñar para Armani (rechazó una pasarela), para Hugo Boss (rechazó hacer una mansión para los herederos) o para Audi (rechazó firmar sus concesionarios). Desde luego, diseñar un concesionario no es el sueño de mi vida.
¿Su arquitectura es el resultado de su forma de vida o, al revés, su forma de vida se refleja en su arquitectura?
No es cómo yo vivo. Ni siquiera cómo trabajo. Es cómo soy. Yo vivo y trabajo como soy. ¿Por qué soy así? Eso ya no lo sé. Alguien, Dios, me hizo así. Y cómo trabajo y cómo vivo es lo mismo.
No lejos de su pueblo, en Sumvitg, Zumthor construyó uno de sus primeros proyectos. Corría el año 1986 cuando una avalancha de nieve derrumbó la capilla barroca de Sogn Bednedetg (San Benedicto). «Fue culpa de la rampa del parking. Por allí la nieve formó una avalancha contra la capilla». Decidieron reconstruirla en otro sitio, camino de los Alpes y protegida de avalanchas por los árboles del bosque. El Ayuntamiento firmó con la etiqueta «sin convicción» el permiso de obra. Pero el cura quería algo contemporáneo para futuras generaciones. La imagen firme y discreta, puritana y táctil de la nueva capilla dio la vuelta al mundo. Y los arquitectos comenzaron a prestar atención al suizo. Pero fue una década después, y no muy lejos, donde Zumthor cuajó su obra cumbre, las termas de Vals.
Annalisa Zumthor-Cuorad, la mujer del arquitecto, es profesora de niños con dificultades para aprender. Juntos han criado tres hijos. Uno es matemático; otro, veterinario, y la tercera, psicóloga. Ninguno ha querido ser arquitecto. «Mucha entrega, mucho disfrute, pero bastante sufrimiento», explica Zumthor.
¿Mala vida?
A veces cuesta llegar a fin de mes. En el estudio somos 15. Y eso requiere ciertos ingresos. A veces hemos vivido con el agua al cuello. Entiéndalo, no ha sido dramático, pero desde luego no ha sido una vida de despilfarro.
Sus hijos viven en Haldenstein y Vals. Ninguno quiso emigrar a una gran ciudad.
¿Para qué? Esto es Suiza. Nos gusta vivir en pueblecitos de las montañas. Cuando llegas a uno, si llamas a una puerta, te abre un granjero o una criatura terrorífica, nunca se sabe. [Suelta una carcajada]. Es broma, Suiza es montaña. Nadie piensa que una vida en un pueblo sea rural. Yo mismo estoy a una hora de Zúrich. Seguramente lo mismo que tarda usted en llegar a Barajas.
Pues sí. ¿Qué es lo mejor de vivir en un pueblo pequeño?
Tienes tiempo. Me gusta la naturaleza, el paisaje. No se lleve la idea de que vivo aislado. Hay una ciudad de 35.000 habitantes a cinco minutos, Chur.
¿Tiene amigos dentro del mundo arquitectónico?
Sí.
¿Estrellas mediáticas?
Bueno… Steven Holl o Jean Nouvel, que me llama mucho. Me dice que soy el mejor.
¿Y usted qué le contesta?
Creo que él ha hecho muchos edificios excepcionales.
Es curioso que lo admire cuando sus valores son muy distintos.
Él tiene siempre grandes ideas. No le interesa lo pequeño. De todos modos, la semana pasada, cuando cené con él, le pregunté que por qué construía tanto. Me gustaban más sus proyectos de antes.
¿Qué le contestó?
¡Que tenía hambre! [Risas]. Dice que se ha dejado la vida haciendo concursos que muchas veces no ha ganado. Ahora que puede, lo quiere hacer todo. Es humano.
Mientras diseñaba las famosas termas, Zumthor participó en el concurso para levantar el Kunsthaus de Bregenz, un pueblo austriaco a una hora de su casa. «Querían algo funcional y discreto. Yo me propuse hacer un edificio inundado de luz, pero sin ventanas. Tratamos de cortar la fachada para dejar entrar luz. Pero no funcionó. Empleamos cristal lavado al ácido, que reparte la luz antes de que entre en el edificio. Allí no importa de dónde llegue la luz: siempre entra de forma horizontal. Dentro, unos huecos entre las plantas atrapan y distribuyen esa luz. Por eso parece que el museo levite».
Matérico, pero con una curiosidad que le lleva a experimentar con todo tipo de materiales, arcaicos y nuevos, Zumthor pertenece al grupo de los arquitectos solitarios: no vive preocupado por la escala ni por la cantidad de sus proyectos, y hace su trabajo al margen de las modas. «Hace años que recibo cartas de gente. Parece que mis edificios les hablan. No sé qué aportarán mis proyectos a la arquitectura, pero sé qué aportan a la gente».
Su idea de un edificio es que sea a la vez capaz de hablar de un lugar y del mundo entero. ¿Cómo es posible?
No lo sé, pero la mejor arquitectura siempre lo hace. Casi cualquier ciudadano del mundo tiene hoy una idea del mundo. Vivimos en conexión, perpetuamente informados. Nuestro mundo debe reflejar ese conocimiento. Si un edificio mío parece arcaico y a la vez muy contemporáneo, creo que lo he logrado. Lo que hago me gusta hacerlo con pasión y entrega. Si algo no me anima a levantarme pronto por la mañana, ¿para qué hacerlo?
Cuando Zumthor despegó, hace unos cinco años, comenzó a construir apartamentos en Finlandia, un museo y un memorial en Noruega y un bastión en Leiden (Holanda). Llegó incluso a dibujar la bodega Pingus en Valbuena de Duero: una dentellada al paisaje para aprovechar la pendiente y trabajar la extracción por gravedad y no por bombeo. Pero nunca se construyó: «Creo que el dueño me hizo el encargo entusiasmado cuando creyó que era un viticultor genial y le vino grande. Soñaba y luego regresó a la tierra. No creo que se haga. No he vuelto a saber nada de él. Pero me pagó el trabajo. Demasiado dinero para algo que quedó en nada».
Para entonces, a Zumthor le llegaban encargos de varios países. Pero fue en Alemania donde lo reclamaron con insistencia. Le llamaron de Berlín para hacer una galería de arte. Y para levantar su proyecto más ideológico: la topografía del terror, en el antiguo cuartel de la Gestapo. Todo era transparente para recordar los crímenes. Pero fue abandonado. Lo que llegó a construir fue demolido. En Alemania, no obstante, han cuajado recientemente dos de sus grandes obras.
La capilla del Hermano Klaus en Mechernich, cerca de la frontera holandesa, fue el encargo del granjero Hermann-Josef Scheiddweiler y de su mujer, Trudel. Ellos mismos la construyeron. Con la ayuda de amigos y vecinos, reunieron 112 troncos muy altos y los apoyaron uno contra otro, formando una tienda de campaña. Durante 24 días pusieron capas de hormigón de medio metro. Luego encendieron un fuego que secó los troncos. Y los retiraron. La cueva resultante tiene un aspecto ciertamente sagrado. No lejos, en el centro de Colonia, el Museo de Arte Kolumba comparte esa cualidad. Se levantó sobre las ruinas de una antigua iglesia gótica derruida por un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Y hoy costaría ponerle fecha al nuevo edificio.
Que un ‘outsider’ al margen de las modas como usted obtenga el Pritzker, ¿indica que algo está cambiando en la arquitectura?
No sé si algo está cambiando. La arquitectura actual tiene demasiada teoría y demasiado espectáculo. A mí me apasiona la arquitectura y me basta con las atmósferas, los vacíos, la experiencia física y táctil de un edificio para no tener que meter nada más. Metiendo tantas cosas estamos perdiéndola… Si perdemos la belleza de la arquitectura, nos quedaremos sólo con imágenes. Y una imagen no es un edificio.
La edición original esta publicada en la página del PAIS.COM
http://www.elpais.com/articulo/portada/arquitecto/asceta/elpepusoceps/20090503elpepspor_9/Tes
DEJA TU COMENTARIO