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VEINTE AÑOS SIN ALEJANDRO DE LA SOTA.

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Por José de la Sota Ríus Desde Fundación Alejandro de la Sota

SEMBLANZA DE ALEJANDRO DE LA SOTA

En el caso de mi padre, Alejandro de la Sota, vida y obra caminaron excepcionalmente juntas, tan juntas que resulta aún hoy imposible separarlas. A partir de un punto, sólo el recuerdo y las obras perduran. Después, sólo estas. Hoy aún estamos los que le podemos recordar, los que podemos hacer un relato que se asemeje a la vida, lo que queda en nuestra memoria después del paso del tiempo, transmitir en suma una semblanza -un semblante- verosímil y cercano que permita también, quizás, conocer mejor sus obras.

En esta semblanza contaré dos imágenes, dos recuerdos, uno del principio de cuando yo era aún niño y otro del final, de cuando él era ya mayor. Cierto día nos preguntaron en clase sobre la profesión de nuestros padres. Uno contó cómo su padre médico, en bata blanca, curaba a los enfermos en el hospital: él, de mayor, también sería médico. Otro, cuyo padre era abogado, habló del despacho con sus inmensas estanterías llenas de libros –imagino que aranzadis- y los otros de otras ocupaciones.

Cuando me llegó el turno me preguntaron cómo trabajaba mi padre que dije que era arquitecto. Expliqué entonces que pasaba las mañanas en pijama, tocando el piano y que por las tardes iba al estudio donde hacía unos dibujos en papel muy fino que luego daba a Fermín, el aparejador, para que se dibujaran a tinta en papel cebolla. Todo hizo mucha gracia en clase: imaginar al papá de un compañero a las doce de la mañana en pijama, tocando el piano y haciendo dibujitos en “papel cebolla” no debía ser para menos. Para mí era lo normal. Mi padre iba tarde al estudio, regresaba aún más tarde y en muchas ocasiones al irnos por la mañana al colegio, podíamos encontrarle charlando plácidamente con un whisky en la mano con mis tíos o con amigos en el salón de casa como si fueran las ocho de la tarde y no las ocho de la mañana.

Otra versión de este recuerdo es mi padre tarareando mientras tocaba imaginariamente el piano en su cabeza calva, sentado en la tumbona, pensando en su arquitectura. En qué si no. Esto sería más difícil de explicar que lo del piano y seguramente por eso opté por el primer relato. Todo era normal, nada que no tuviera que ver con la libertad para estar y hacer en el mundo, ser dueño de uno mismo, coincidencia casi exacta entre lo que haces, quieres hacer y debes hacer, tomándote tu tiempo, sin ansiedad de ningún tipo, incluso sin la que marca tu vocación y más aún, el ejercicio de la profesión. Todo contrastaba con la imagen de obligaciones y deberes que el mundo adulto proyectaba sobre los niños. Nada que ver, tampoco, con la imagen al uso de bohemia más o menos ácrata del artista. Insisto, todo era muy normal. (…)”

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